¿Se puede ejecutar a un reo que no recuerda su crimen?

Vernon Madison, con sus facultades cognitivas mermadas, espera la muerte en Alabama


El letrero que recibe al viajero es un golpe al estómago. "Bienvenido a Atmore. Viejos amigos y nuevos comienzos”. El cartel de bienvenida está firmado por lo que queda de los indios Creek, la tribu que opera el casino de la zona y que reporta grandes beneficios y genera empleo en esta comunidad de poco más de 10.000 habitantes al sur de Alabama.

Si uno está en su día de suerte, puede que el eslogan de bienvenida encaje con una buena mano de póquer o un jackpot de una máquina tragaperras y pueda iniciar una nueva vida repleta de dólares. Pero la leyenda no deja de ser irónica cuando a poco más de 10 kilómetros al norte de la ciudad se conduce hasta el centro penitenciario que acoge el corredor de la muerte del Estado de Alabama. Si se llega de noche, el complejo se encuentra completamente iluminado. Nada espectacular, por otro lado. Seis vulgares torres, protegidas por dos perímetros de seguridad diferentes, que custodian 24 días, 365 días al año, que nadie entre o salga sin el correspondiente permiso.

Un total de 179 personas esperan en Atmore su turno para la inyección letal: entre ellos 89 hombres negros; 82 blancos; una mujer negra y cuatro blancas (hay otros tres hombres de distintas razas). Un año después de que el Estado ejecutara a Thomas Arthur, 75 años, Alabama ejecutó este mes de abril a Walter Moody, el único octogenario en sufrir la máxima pena desde que EEUU volvió a introducir la pena de muerte en 1977 en su sistema judicial.

Y si el Tribunal Supremo de Estados Unidos no se pronuncia en contra, Alabama acabará con la vida de Vernon Madison. Obviando lo obvio, que ningún país que se llame a sí mismo desarrollado puede mantener en su legislación el homicidio legal de sus ciudadanos, la pena de muerte mantiene un tortuoso camino de apelaciones y suspensiones que le enfrenta con la Constitución americana.

El último caso que invoca la Octava Enmienda de la Carta Magna mantiene con vida a Madison, 68 años. Madison lleva más de 30 años en confinamiento solitario y desde que fue condenado a la máxima pena por un crimen cometido en 1985 ha sufrido dos infartos cerebrales que le han provocado demencia vascular, una enfermedad degenerativa e irreversible.

Madison no puede dar un paso sin ser asistido por un guarda, está ciego, es incapaz de articular una conversación, no recuerda el alfabeto más allá de la letra G, tiene dañadas partes de su cerebro y sufre de incontinencia urinaria (aunque cuando es consciente de que necesita utilizar un baño suele pedir a un oficial de prisiones que le conduzca a uno a pesar de que en su celda existe un excusado, justo al lado de su cama).

Pero en Atmore nadie sabe quién es Vernon Madison. En el casino te pueden hablar de Evander Holyfield, hijo de Atmore y el único boxeador cuatro veces campeón en la categoría de pesos pesados. Cuando se hace trabajo de campo más allá de la calle principal o del deprimente casino y se llama a algunas puertas, que ya lucen decoraciones propias del otoño norteamericano, las señoras mayores cuentan que en Atmore nació el actor Paul Birch, “el auténtico Marlboro man”, explican orgullosas y nostálgicas de tiempos pasados, aquel vaquero inventado por la compañía tabacalera Philip Morris -en una de las más icónicas campañas publicitarias de la historia- para vender entre el género masculino los cigarrillos con filtro que se consideraban propios de las mujeres.

Pero no, nadie sabe nada de Vernon Madison. Excepto su equipo legal, liderado por Bryan Stevenson y director ejecutivo del grupo contra la pena de muerte Equal Justice Initiative, cuyas oficinas se encuentran en Montgomery, la capital del Estado. La tarea de Stevenson frente a los nueves jueces del Supremo de Estados Unidos a principios de octubre, y que ahora deliberan sobre el caso, fue titánica: tenía que convencer a los máximos defensores de la ley de que podían salvar la vida de este afroamericano sin provocar una cascada de presos en el corredor de la muerte que aleguen no recordar haber cometido sus crímenes para así no acabar atados a una camilla y ser ejecutados por una inyección letal de barbitúricos.

“Somos conscientes de que puede resultar muy fácil para cualquier preso decir 'no me acuerdo', pero cuando alguien tiene el tipo de trastorno que sufre el señor Madison tenemos que argumentar que hay base legal para deducir que esta persona no puede entender de forma racional las circunstancias de su ejecución por lo que llevarla a cabo sería inhumano”, defendió Stevenson invocando la Octava Enmienda de la Constitución americana, aquella que prohíbe “castigos crueles e inhumanos”.

El condenado no recuerda que su madre y su hermano han muerto. Como tampoco reconoce al oficial de prisiones que le ha vigilado durante años. “Madison no recuerda el crimen por el que fue condenado a muerte [en un tercer juicio ya que los dos primeros fueron anulados por excluir del jurado a miembros negros y por confundir hechos con pruebas] y no tiene la capacidad racional de entender por qué el Estado de Alabama quiere acabar con su vida”, expuso el letrado Stevenson.

En el caso Panetti contra Quarterman,el Supremo de la nación dictaminó en 2007 que los acusados sentenciados a la máxima pena no podían ser ejecutados si no podían entender el por qué. En este sentido, el magistrado Stephen Breyer -quien considera que es imposible aplicar la pena de muerte sin violar la Constitución- se alineó con la defensa de Stevenson pero extendió el caso más allá del propio Vernon Madison. “Hay muchos, muchos prisioneros en el corredor de la muerte esperando ser ejecutados que llevan aguardando su hora más de 20, 30 o 40 años, con lo cual este problema va a ser cada vez más común”, expusó el juez Breyer. El corredor de la muerte envejece ...

La fiscalía de Alabama no ve razón alguna para que Madison no sea ejecutado. “La condición médica del señor Madison no entra en colisión con los intereses del Estado de buscar retribución por el horrendo crimen que cometió”, expuso el número dos de la Fiscalía, Thomas Govan. Madison mató al policía Julius Schulte cuando acudió a casa de su antigua novia para asegurarse de que no se producía ningún altercado mientras Madison abandonaba el hogar. Madison y Cheryl Green, su ex pareja, comenzaron a pelearse. Entonces Madison abandonó lo que luego sería la escena de un crimen para regresar con una pistola: disparó dos veces en la cabeza a quemarropa al agente del orden y otras cuantas a Green, que recibió un impacto en la espalda al querer proteger a su hija de 11 años con su cuerpo. El agente falleció seis días más tarde. Green sobrevivió al ataque. Solo Madison sigue vivo, tras 30 años encerrado en una celda del tamaño de una plaza de aparcamiento y esperando un final cuyo cerebro no es capaz de procesar. El Supremo tiene en sus manos su vida.Y todo apunta a que la suerte de muchas otras irán pasando por la máxima corte.