Polio: La otra pandemia, la otra gran campaña de vacunación

El 12 de abril de 1955, la vacuna contra la poliomielitis descubierta por Jonas Salk fue oficialmente declarada segura, efectiva y, gracias a su autor, libre de patente: aquel gesto de una sola persona salvaría la vida de millones. Un gesto que, 66 años después, adquiere una dimensión aún mayor en estos tiempos de coronavirus, cuando los poderosos solo se plantean hacer multimillonarios negocios.


Polio: su mero apócope sonaba a muerte. Fue la peor pesadilla de los padres –atacaba especialmente a menores de 9 años– y todavía son muchos los argentinos que la recuerdan. De esa época oscura emergerían, sin embargo, dos personas luminosas: Jonas Salk y Albert Sabin. Pudieron hacerse millonarios, pero renunciaron a las patentes de sus descubrimientos por amor a la especie, en favor de la salud universal.

Las circunstancias habían empujado a la ciencia a una investigación contrareloj. Los efectos de la polio –existente desde la prehistoria junto con la mayoría de los virus– así como sus consecuencias en el sistema nervioso y motriz, ya habían sido descritos por Jakob Heine, un ortopedista alemán, en 1840. Pero no fue sino hasta 1930 que comenzaron a brotar epidemias crecientes del mal en Europa y Estados Unidos. El pico de 1947en Inglaterra, Austria, Alemania y Checoslovaquia alcanzó proporciones pandémicas en Europa, América del Norte, Australia y Nueva Zelanda.

En Argentina, la poliomielitis mostraba ya carácter endémico en ciertas zonas desde la década del 40. La sociedad la había asumido como un problema local y se organizaba para contenerla con los recursos disponibles. En 1946 fue creada la Secretaría de Salud Pública, elevada a rango de Ministerio en 1949 a cargo del neurocirujano Ramón Carrillo. Además de disminuir drásticamente la mortalidad infantil, erradicar el paludismo, la sífilis, el tifus y la brucelosis durante su gestión, Carrillo había contenido la expansión de la polio en base a los criterios sanitarios de su época. El rango se mantenía en un promedio de cinco casos anuales cada 100.000 personas.

Pero sobrevino un golpe militar. Y con él, el desastre. El país –que no llegaba entonces a los 19 millones de habitantes– pasó de 871 contagios en el ‘54, reducidos a 435 en el ’55, para saltar a 6.496 casos (en su mayoría niños y niñas) en el año 1956. El 10% de esos afectados moriría, y un 25% quedaría con alguna discapacidad permanente.

El contexto político
Apenas meses antes de desatada la crisis de contagios, la Marina había bombardeado a su propia población civil dejando 309, muertos. Una decena de esas víctimas, eran escolares que visitaban el centro porteño; paradójica y trágicamente, de entre seis y nueve años de edad, el mismo grupo etario más castigado por la polio. Esos mismos bombarderos que se autoproclamaban “libertadores” habían tomado el poder en septiembre del ‘55 y estaban ya a cargo de la emergencia sanitaria.

No contento con el desmantelamiento del Ministerio que había creado Perón en 1949 (una década después, el gobierno de Onganía repetiría la hazaña degradando a secretaría el Ministerio de Salud reestablecido por Arturo Frondizi), Aramburu intentaba por entonces aprovechar el vacío legal fruto de la derogación de la Constitución de 1949 para privatizar el sistema de salud pública. Pero, ante los efectos devastadores de la pandemia a comienzos de 1956 –que, corresponde decirlo le hubiese ocurrido a cualquier gobierno de todos modos– el propio general-presidente debió volver sobre sus pasos y acabaría visitando el Hospital Muñiz civilmente vestido de guardapolvo blanco.

A contrapelo incluso de su voluntad proscriptora contra el innombrable “tirano prófugo”, los golpistas dispusieron reabrir instalaciones erigidas por sus antecesores: la Ciudad Infantil, fundada por Eva Perón, antes clausurada, se restituyó como “Instituto de Rehabilitación del Lisiado” destinado, otra vez, a los de menos recursos.

La gente apelaba a su intuición. Se pintaban veredas y troncos con cal, imitando recursos aplicables a las bacterias e inútiles frente al virus. Algunos médicos prescribían gammaglobulina intentando reforzar el sistema inmunológico, se hacían vapores de eucalipto, se colgaban bolsitas de alcanfor al cuello de los más chiquitos.

Como había sucedido con la fiebre amarilla en la segunda mitad del siglo XIX, las familias ricas emigraban a sus estancias. Quienes no tenían a dónde huir, quedaban a la deriva. Se respiraba la hora del desamparo, que había cubierto al país como una nube.

Colectas y expectativas
María Rosa Senet, médica e hija del también médico Ovidio Senet, un prestigioso pediatra argentino, conversó con Télam sobre aquellos años, cuyo paisaje completa con su testimonio, transcripto a continuación.

“Mi padre había convertido nuestra casa en un hospital de campaña. El living se llenó de colchones y chiquitos en tratamiento. Se probaba todo lo imaginable, como la estreptomicina, que lógicamente no servía porque no estábamos frente a una bacteria sino a un virus. No se tenía la noción clara de los modos de contagio y no se declaró ninguna cuarentena, salvo la suspensión de clases. La gente más temerosa se cuidaba de salir. En 1943, mamá, Arminda Roncoroni, había participado junto otras señoras de la sociedad porteña en la fundación de la Asociación de Lucha contra la Parálisis Infantil (ALPI) para la rehabilitación de esos chicos que cada día eran más. Pero en el ‘56 los casos se dispararon, nada alcanzaba”.

Ante la crisis, el gobierno militar destinó 40 millones de pesos a la contingencia mientras que las colectas realizadas barrio por barrio encontraron una adhesión popular que casi equiparó ese monto y llego a recaudar otros 37 millones en la suma de donaciones particulares. Ni la pandemia ni el golpe militar habían resquebrajado una cohesión social mayoritaria, que se expresaba desde la base misma de la comunidad.

Las 140 camas del hospital Muñiz estaban desbordadas. Se generaron nuevos espacios para la atención, se destinó dinero para capacitación de los médicos, la compra de elementos ortopédicos y de pulmotores. La esperanza estaba puesta ya en noticias que venían del norte: alguien había descubierto una vacuna. No obstante, los tiempos eran muy diferentes a los de este siglo y esa solución potencial estaba todavía lejos de América del Sur.


Fuente: Télam



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