"Los que leen no están solos nunca, están en comunión con una tribu de fantasmas"

En su libro "Unos ojos recién inaugurados", el escritor Martín Castagnet narra la relación que construyó con su abuela paterna, una mujer sorprendente que encarnaba la libertad y el disfrute de la vida.


En el libro "Unos ojos recién inaugurados", el escritor Martín Felipe Castagnet relata el vínculo que construyó desde la adolescencia con su abuela paterna, a través de una obra que si bien está lejos de la ficción, adquiere rasgos detectivescos, tiene momentos de tensión y juega con rituales de iniciación de una relación entrañable que a lo largo de los años se alimentó de afecto, complicidades, encuentros mediados por los libros y la personalidad de una mujer sorprendente que encarnaba la libertad y el disfrute de la vida.

A través del relato, el autor describe el lazo creado con su abuela Elsa desde el respeto mutuo y la complicidad, donde no cabían los reproches o las marcas personales como forma de vinculación. Solo el cariño y la ausencia de temores alimentaron la relación que al escritor le abrió un mundo de saberes: desde técnicas para encontrarse en el camino, la iniciación en el arte de la ópera o descubrimientos literarios, porque ante todo su abuela era una amante de los libros.

Aguerrida, incorrecta, lectora fanática, acumuladora en su inmensa casa donde vivía en La Plata, Elsa había aprendido a usar las armas en su vida de campo en Bahía Blanca, y al enviudar, había optado por vivir sola en esa casa inmensa que tenía un gran terreno al fondo lleno de árboles, donde cada tanto le entraban a robar. Fue a partir de eso fue que 15 años atrás pactaron con su nieto hablar por teléfono durante la noche, como una forma de compañía, ante el posible ingreso de algún intruso, aunque ella estaba decidida a enfrentarlo.

"La muerte no es otra cosa que natural, aunque nos llene de dolor" / Foto: Florencia Downes.

Apasionada de los idiomas, llegó a despertarse de madrugada y viajar hasta la Ciudad de Buenos Aires para estudiar. "Antes de la pandemia estudió hebreo bíblico, su última gran ambición. Se despertaba a las cinco de la mañana en La Plata, se tomaba un colectivo en la esquina de su casa, luego se subía al micro en la terminal. Se bajaba en Once y tomaba la línea A hasta Castro Barros, para entrar a las ocho de la mañana en el centro luterano donde estudiaba", cuenta el autor en el libro.

La abuela de Castagnet ya no está, pero su memoria irrumpe resplandeciente en este texto editado por Vinilo Editora. "De haber seguido viva, lo habría escrito de todas formas, pero probablemente tendría que haber sido más cuidadoso, lo cual es una pésima forma de escribir. La muerte me liberó de la posibilidad de lastimarla. Su ausencia ayudó al libro y eso es lo terrible de la literatura", dice en diálogo con Télam.

- El libro relata el vínculo entrañable y poderoso entre vos y tu abuela a lo largo de muchos años. ¿Cómo creés que se gestó ese vínculo? ¿En qué medida la familia intervino para que eso sucediera? ¿Cuánto del amor que circuló a nivel familiar intervino para que se construya esa relación?
- No tengo respuestas ante la pregunta más inexplicable de todas: cómo se forjan los vínculos. Todo lo demás en el universo, desde la gravedad hasta el teorema de Fermat, pueden explicarse. De mi parte diría que recompensé la reciprocidad: por un momento iba a decir que mi abuela no me trataba como a un niño, pero no sería exacto. Mejor voy a decir: mi abuela me trataba como una persona completa, que es tanto niño como adulto a la vez. Y yo la trataba como a una persona completa, que era tanto niña como adulta a la vez. Desde muy chico la acompañaba a ver películas de terror o a la ópera; compartíamos el gusto por lo humorístico, lo tenebroso, lo bello y lo desordenado.

- ¿Qué espacios afectivos, silencios o ausencias considerás que vino a llenar ese vínculo que ambos fueron construyendo? ¿Modificó en algo la mirada que tenías o tenés respecto de tu padre, como hijo de Elsa?
- Recién ahora veo algo que estuvo a la vista todo este tiempo: el amor de mi abuela por su abuelo materno y seguramente por sus otros abuelos también, pero de ese tengo mayor constancia porque recuerdo sus historias, muy vívidas, que la acompañaron toda la vida. Ignoro si mi abuela se proyectó en él o en alguien más, a la hora de cumplir ese mismo rol, pero sé que así como heredé ese legado a través de la palabra, también puedo transmitir el mismo medio. En cuanto a mi papá: creo que podría escribir su propio libro, y sería muy diferente al mío, pero también lo escribí gracias a él, y no solo genéticamente sino a través de una herencia viva. Como mi abuela misma me dijo: "La cáscara sigue al palo, diría mi padre".

Foto: Florencia Downes.
- ¿En qué medida creés que las dinámicas actuales inhiben la conformación de vínculos afectivos con los abuelos o abuelas, a diferencia de las sociedades orientales, donde la figura de los adultos mayores son respetadas como si fueran sabios?
- El neoconfucionismo que reinó o reina en muchos países de Asia, y que pregona la preeminencia de quienes nacieron antes que uno, nunca tuvo cabida en estas tierras. Y si alguna vez hubo algo parecido, desde hace más de un siglo que no hay nada semejante. Vivimos en una sociedad gerontofóbica donde no hay lugar social pensado para los viejos, y eso se lo puede ver en el consumo (¿qué productos están orientados hacia ellos, que no sean de higiene o salud?) y en sus representaciones culturales. Hay una sola función que el mundo contemporáneo les otorga, por fuera del geriátrico: la de transformarse en una suerte de niñeros gratuitos, ya que los padres no tienen cómo cuidar a sus hijos durante sus múltiples trabajos, lo que transforma a todo jubilado en otro trabajador precarizado más de la cadena.

- El libro se vuelve una memoria del vínculo que construiste con tu abuela, y tiene momentos de tensión, de remanso, rasgos humorísticos. ¿Cómo fue para vos la construcción del libro y qué te significó en lo personal?
- Empecé a escribir el libro con mi abuela viva, a pedido de mi editora, pero como un mazacote informe: no tuvo una estructura definida hasta que la estaba duelando. De haber seguido viva, lo habría escrito de todas formas, pero probablemente tendría que haber sido más cuidadoso, lo cual es una pésima forma de escribir. La muerte me liberó de la posibilidad de lastimarla. Su ausencia ayudó al libro y eso es lo terrible de la literatura.

- La describís como una mujer de conductas temerarias, a la que le gustaban los idiomas, nula para el orden, y fanática de la buena ropa, los libros y la buena comida. ¿De dónde crees que surgió esa personalidad tan especial, tan poco común en los tiempos que le tocó ser niña?
- Antes de ser padre creía que la mayoría de nuestras conductas eran aprendidas y no innatas. Ahora sigo creyendo lo mismo, pero admito que hay ciertos impulsos en la vida de una persona que surgen con la vida misma y que luego se solidifican en algo que llamamos personalidad. La educación que tuvo le dio aire a la excentricidad de mi abuela, pero supongo que también jugó un rol una afamada herencia vasca: la testarudez. Eso y que los roles de género son invenciones ridículas, arbitrarias, tanto hoy como en su época. En cambio, su autonomía la explico por una sencilla razón: el amor que sentía por los libros. Los que leen no están solos nunca; están en comunión con una tribu de fantasmas. En el fondo, mi abuela era una persona que quería que la dejaran tranquila para poder leer en paz y luego tener alguien con quien comentar los libros.

- Si pudieras elegir algunas de las frases o legados que te dejó, ¿Cuáles elegirías y por qué?
- En cierta época pensé que de haber un incendio me llevaría primero una tetera hermosísima que me regaló. Pero resultó falso, como intentó advertirme una amiga que realmente sufrió un incendio, porque en una ocasión que empezó a chisporrotear el tablero de mi departamento no pensé ni por un momento en ningún legado salvo en rescatar la billetera. Así que prefiero quedarme con una frase, que esas sí las llevamos con nosotros incluso frente al fuego. Una vez le estaba contando algo sobre mi hijo, entonces bebé, que me tenía preocupado. Y mi abuela me citó lo que una vez le dijo un médico a una amiga suya: "No se preocupe por la conducta, porque cambia. Lo importante es que tenga sentimientos: eso no cambia".

- Hacia el final del libro aparece su partida. ¿Cómo evaluás ese momento, te pareció "normal" vivirlo con la casi naturalidad que lo viviste?
- Me acuerdo de estar estudiando "Ilíada" con mi profesor de Lengua de octavo grado, Enrique Lonné; mi abuela me había fotocopiado su edición de los clásicos Jackson para que pudiera leer la traducción de Luis Segalá. Cuando Glauco se encuentra con Diómedes le compara la generación de hojas con la de los hombres. "Esparce el viento las hojas por el suelo, y la selva, reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, una generación humana nace y otra perece". La muerte no es otra cosa que natural, aunque nos llene de dolor. Mi abuela murió por la misma razón que mi hijo nació, la misma razón por la que yo nací y por la que voy a morir: no puedo pedir un don sin recibir el otro, más tarde o más temprano.



Fuente / Télam

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